Por Gabriel Montiel – Venezuela
Recuerdo haber leído tiempo atrás, pero lamento no poder recordar donde, una historia aleccionadora; se trataba de una ilustración que enseñaba a tener un punto de vista apropiado sobre nuestras pertenencias y la manera como estas influyen en el trato que damos a otros. Decía más o menos como sigue:
“Un hombre quiso dar un consejo a su hijo, le pidió que observara a través de su ventana y describiera lo que veía. El hijo dio un vistazo a través del cristal y durante unos minutos hablo de los niños que estaban en el parque, de las aves que volaban en el cielo, de los vecinos que caminaban en la acera; describió los árboles, los autos y otras cosas más. Luego el padre colocó un gran espejo en la ventana y le solicitó que mirara de nuevo. El joven un tanto intrigado respondió: -ahora no veo nada, bueno, solo a mi mismo-. El padre asintió satisfecho y agregó: -si hijo, así es; la vida a veces se compara a mirarnos a través de un espejo. Cuando dejamos que una película de plata se interponga entre nosotros y los demás, dejamos de contemplarlos a ellos y solo nos vemos a nosotros mismos”.
En este relato la plata representa a las riquezas y los bienes materiales. ¿Pueden estos cambiar la forma en que vemos a los demás? ¿Hacer que nos comportemos como si no importara nadie más que nosotros mismos? La experiencia dice que si.
Pero no solo es la plata o las riquezas lo que puede causar ese cambio en nosotros, también lo hace el poder y todo aquello por lo cual pudiéramos llegar a sentirnos grandes e importantes, o dicho de manera mas clara, mas grandes e importantes que los demás. Mirarnos solo a nosotros mismos significa no manifestar empatía hacia el prójimo y no se necesita explicar que la falta de empatía es un defecto que estropea las relaciones interpersonales, o por lo menos las dificulta.
Si poseemos riquezas o autoridad; ¿Cómo podemos evitar que la película de plata convierta el cristal de nuestra ventana en un espejo? La respuesta es bastante sencilla, solo debemos tomar conciencia, recordar y tener presente siempre, que los demás son tan importantes como nosotros, que no somos superiores. No son nuestras posesiones las que nos hacen grandes. Un niño de tres años corre a los brazos de su padre, lo abraza cariñosamente mientras dice con orgullo: -¡Mi papi!- Para él, su papá es grande, es lo máximo. ¿Se imagina usted amigo lector que ese niño está pensando en las riquezas de ese padre? Claro que no, a ese niño no le importa si su padre es un magnate petrolero, o un maestro de escuela, o el hombre que vende periódicos en el kiosco de la esquina. Para él solo es su padre y eso es lo que cuenta. Pero claro, un pequeñín de esa edad aun alberga en su corazón inocentes sentimientos. Con el pasar del tiempo cambiará.
Los demás merecen que los tratemos como nos gusta ser tratados nosotros. Esta es una regla llamada regla de oro y la enseñó Jesucristo hace ya muchos años. Reconozcamos la importancia de nuestros semejantes, mostrémosles empatía y así evitaremos estar mirándolos a través de un espejo.
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