sábado, 6 de agosto de 2011

Historias y cuentos "El hambriento"

Por Gabriel Montiel – Venezuela

    Sentía la helada caricia del viento y con los hombros encogidos buscaba calor bajo la manta. Un poco de carbón encendido iluminaba tenuemente su rostro, y sobre este reposaba un te el cual hacia girar lentamente con su cuchara, mientras con rostro perezoso apoyaba su mejilla sobre su mano. Su pensamiento, vacilante, era atontado por el sueño. Los ojos se le cierran solos y un rugido en su estomago le recuerda que no debe dormir.


    Se oyen unos pasos, pero el murmullo del viento meciendo las hojas no permite saber de que dirección llegan. Es inútil buscar en la profunda oscuridad de la noche, una suave penumbra deja entrever unas ligeras sombras, pero a pocos pasos; más allá no puede contemplarse nada en lo absoluto. En el intento de ubicar de donde provienen, se cae su manta y un escalofrío se cuela estremeciéndole el cuerpo. Reconoce los pasos, el ritmo con el que un pie sigue al otro, puede hasta imaginar el calzado; sabe de quien se trata, lo ha esperado por largo rato.
    

    Cuando este llega al fin, se ajusta la manta alrededor del cuerpo pero el viento ya no parece tan frio. Está contento de verle, pero no lo manifiesta. El te deja de ser importante y con la mirada fija y ansiosa no pierde de vista las manos del recién llegado quien busca en un bolsillo de su chaleco. Su estomago clama como un león crinado y con el la boca se le hace agua ¿Qué has traído para mí? Se pregunta a sí mismo. El hombre le muestra un trozo de pan. –Es todo lo que pude encontrar. Pero puedes comerlo todo tu solo- le asegura.


    -¡Un trozo de pan!- piensa al tomarlo. – ¡Un miserable y sucio trozo de pan!- se repite a sí mismo mientras lo traga y siente como baja como piedra a su estomago. ¿Para esto ha esperado tanto tiempo? Con mucho trabajo se forma el boceto de una maltrecha sonrisa en su rostro. Ahora el viento es más frio que nunca, el carbón parece estar apagándose. Ya no es un rugido de hambre, sino punzadas dolorosas las que lo golpean. Observa detenidamente como el otro se acomoda un abrigo para dormir tranquilamente, y entonces siente como todo su cuerpo se tensa. Su respiración se acelera abriendo el paso a pensamientos demenciales. -¡Un trozo de pan!- dice ahora audiblemente. -¡Un trozo de pan!- repite con mucha mas fuerza.


    El otro hombre, que empezaba a dormirse, abre los ojos y con una sonrisa inocente, creyendo haberle escuchado, le responde: -De nada- y vuelve a cerrar los ojos. Eso enciende su furia, está decidido a golpearle. Busca alrededor algo contundente y divisa un estuche de cuero pero muy solido, atado a un cordel, que su acompañante había dejado allí temprano en la tarde. Era un estuche grande y pesado. Lo tomo con sus dos manos y acercándose al hombre, alzó el estuche para herirlo. En ese momento el hombre casi dormido, sin abrir los ojos ni saber lo que pasaba dijo: -y si dejaste algo de queso o de leche no los botes, quizá mañana puedan servir-.


    Esto lo detuvo, lo paralizó y cambió completamente su expresión. ¿Queso? ¿Leche?... ¿Dónde?
Miró entonces en el estuche de cuero, el cual resulto ser una vianda llena de queso fresco. Al lado donde consiguió el estuche, estaba otro parecido, pero más suave; ahí estaba la leche.


    Ahora otro dolor lo golpeaba, su conciencia le decía a gritos que era un animal, un mal agradecido, que no merecía nada. Sintió como se le comprimía el corazón. El sueño se fue de el, el frio se volvió punzante. No comió nada en toda la noche, no toco siquiera un poco de queso o bebió algo de leche. Avergonzado, se sentó frente al carbón, se puso su manta, reposó en una mano la mejilla y con la otra siguió meneando el te con su cuchara.

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